En el estrecho espacio de una casa junto al mar viven cuatro personas: Hamm, un anciano confinado a una silla de ruedas; su criado Clov, que en cambio no puede sentarse; y los ancianos padres de Hamm, Nagg y Nell, ninguno de los cuales tiene piernas y que están atrapados en dos cubos de basura. La convivencia de los cuatro resulta difícil. Hamm no soporta la presencia de sus padres y su parloteo; Nell apenas puede soportar a Nagg, mientras que Clov cuida de los otros tres con un aire distante y sarcástico de cansancio. Los cuatro esperan que termine esta situación estática, claustrofóbica y sin posibilidades de desarrollo. El primer personaje que aparece es Nell, cuyas palabras evocan un vago destello de memoria: el sonido de pasos, el único sonido que se escucha en la playa. Entonces aparecen Clov y Hamm; el sirviente está inquieto e incómodo y hace gestos repetitivos, intercalados con risas cortas y nerviosas; son los mismos gestos que hace todos los días mientras realiza sus tareas domésticas. El sirviente entonces expresa su convicción – ¿o es su esperanza? – que la situación en la que se encuentra está a punto de terminar. Hamm, por el contrario, reflexiona sobre sus propios sufrimientos y los de sus padres: a pesar de un sentimiento de abatimiento y de agotamiento, afirma que es incapaz de poner fin a las cosas. Las vidas de Nagg y Nell están duramente probadas por sus tremendas invalidez y agotadas por el desgaste del tiempo, por la monotonía de sus habituales disputas y por su mutua falta de comprensión; En medio de la conversación, resurgen los recuerdos de su accidente en bicicleta tándem en las Ardenas, cuando ambos perdieron las piernas, y luego de un viaje en barco por el lago de Como. Estos son los únicos recuerdos que todavía les hacen reír y, al menos aparentemente, les dan un poco de nostalgia por una vida pasada juntos. Sin embargo, Hamm, que desearía poder dormir, está irritado por las charlas de sus padres y le ordena a Clov que arroje los contenedores, junto con Nagg y Nell, al mar. Mientras tanto, Nell muere, pero ninguno de los otros personajes parece siquiera darse cuenta.
Hamm quiere contarle a Nagg una historia: en tiempos pasados, un padre fue a visitarlo en Nochebuena para pedirle pan para su hijo y Hamm decidió aceptarlo. Nagg recuerda cuando Hamm era niño y lo necesitaba, luego Hamm reflexiona sobre sus difíciles relaciones con los demás, antes de pedirle a Clov su tranquilizante: el sirviente responde que ya no quedan tranquilizantes. Luego, Hamm le dice a Clov que ya no lo necesita. Aún así, le pide a Clov que diga algo que pueda recordar antes de irse; Clov comenta que, hasta ese momento, Hamm nunca le había hablado y que sólo ahora, cuando está a punto de partir, su maestro le presta atención. Es hora de que Clov reflexione sobre su condición: nunca ha comprendido el significado de palabras como “amor” y “amistad” y, sin embargo, se siente viejo, cansado, incapaz de formar nuevos hábitos; está atado al ciclo fisiológico de una vida cotidiana que es repetitiva y siempre la misma. Cuando Clov está a punto de irse, Hamm le agradece. Entonces, aunque Clov está a punto de marcharse, pero todavía no se ha movido, Hamm se da cuenta de que lo han dejado solo: a él –y sólo a él– le corresponde seguir jugando el final.