La acción se desarrolla en el interior de una cabaña construida alrededor de un enorme fresno que cubre el suelo con sus raíces y traspasa el techo. Fuera ruge la tormenta. Cuando la puerta del fondo se abre bruscamente, un guerrero, desarmado y exhausto, se acerca al hogar y cae rendido. La dueña de la choza, Sieglinde, descubre al hombre y, cuando despierta, se preocupa por su estado. Mientras le da de beber, primero agua y después hidromiel, éste le cuenta cómo ha tenido que huir de sus enemigos, al romperse sus armas. Ya reconfortado, quiere marcharse porque sólo lleva infortunio allá donde va, pero la mujer le retiene.
Hunding, el marido de Sieglinde, llega a la choza. Extrañado por la presencia del desconocido, la interroga con la mirada y ella le tranquiliza; así que se despoja de sus armas e invita al hombre a su mesa. Inmediatamente le llama la atención el gran parecido físico que descubre entre su mujer y el huésped, que cuenta su azarosa vida, ante los ojos cada vez más emocionados de Sieglinde:
Su infancia fue feliz, junto a su padre Wälse (el lobo), su madre y una hermana gemela, pero, un día, cuando volvía de caza con su padre, encontró a su madre muerta, su cabaña quemada y ningún rastro de su hermana. Entonces vivieron como lobos en el bosque, hasta que también desapareció el padre. Nunca pudo encontrar amigos ni compañera. Y, cuando una muchacha le llamó para que la defendiera de un matrimonio forzado, ella murió en la lucha y él se vio obligado a huir, al quedar desarmado.
Escuchando el relato, Hunding reconoce en su huésped al enemigo contra el que sus parientes acaban de entablar batalla. Ateniéndose a la ley sagrada de la hospitalidad, permite que permanezca esa noche bajo su techo, pero, al alba, se enfrentará con él a muerte. Por fin, se retira, ordenando a su esposa que le prepare la bebida nocturna y le siga.
El extranjero, en una oscuridad sólo rota por el ya pálido resplandor del fuego del hogar, se pregunta dónde estará la espada que su padre le prometió cuando se encontrara en una extrema necesidad. Con el chisporroteo del fuego del hogar, que ilumina la empuñadura de un arma clavada en el fresno, el hombre recuerda el brillo de la mirada de Sieglinde. Cuando el fuego se apaga, aparece la mujer que ha adormecido a Hunding con un brebaje pensando en salvar al fugitivo, al que relata la siguiente historia:
El día de su boda forzada con Hunding, a quien fue regalada por unos ladrones, un anciano vestido de gris y cubierto con un gran sombrero, que le tapaba uno de sus ojos, entró en la choza provocando temor en los hombres y consuelo en ella; clavó en el árbol, hasta la empuñadura, una espada, prometiendo que pertenecería al héroe que pudiera arrancarla del tronco del fresno. Nunca nadie lo consiguió, pero Sieglinde presiente que lo hará el hijo de Wälse.
En el momento en el que la pareja se abraza, se abre espontáneamente la puerta de la choza: la primavera viene a celebrar su amor recién nacido. Los recuerdos se despiertan y ambos se reconocen como los hermanos separados por el infortunio de su destino. Ambos tienen en los ojos el brillo de los welsungos, y es Siegmund el nombre de aquél para quien su padre, Wälse, clavó la espada en el tronco. Notung, el arma prometida para el momento de extrema necesidad, no tarda en estar en sus manos, junto con el amor de Sieglinde.
En una alta cima rocosa, Wotan se encuentra con su hija predilecta: Brünnhilde, la walkyria; va a poner en sus manos, el destino de Siegmund: debe salir vencedor de su lucha con Hunding, La virgen guerrera se retira feliz por la misión que le ha sido encomendada, lanzando su grito de guerra y anunciando a su padre la llegada de la diosa Fricka, que, en un carro tirado por carneros, viene a oponerse a la resolución de su esposo.
La guardiana del matrimonio reclama la victoria de Hunding, el marido ultrajado, ante la ofensa del amor culpable de Siegmund y Sieglinde. En vano Wotan sostendrá la causa de los que se aman, en vano expondrá a la diosa sus motivos para conservar a Siegmund y que, así, éste salve a los dioses del peligro al que se ven abocados. Fricka, demasiado herida por las infidelidades de su esposo, ya tuvo bastante con consentir la presencia de las walkyrias, hijas ilegítimas de Wotan, y nunca tolerará que el dios proteja a unos hermanos incestuosos que son, además, el testimonio vivo de sus amores con una mortal cuando, bajo el nombre de Wälse, anduvo errante por el mundo.
El dios de dioses se ve finalmente obligado a aceptar las reivindicaciones de Fricka: representa, muy a su pesar, el orden establecido y en ese orden se basa su poder. Después de una terrible lucha consigo mismo, cede ante la diosa, que se retira triunfante en el momento en el que vuelve la walkyria.
El aspecto victorioso de Fricka no le deja a Brünnhilde presagiar nada bueno. Efectivamente, encuentra a su padre abatido por el juramento que se ha visto obligado a hacer. Entonces, la walkyria deja sus armas y, cayendo a los pies del padre, le insta a que le abra su corazón; a ella, a la que es su voluntad y su deseo.
Así puede Wotan entrar en lo más profundo de su propia alma y descubrir todo lo que le ha llevado hasta el presente dolor: la ambición de poder que se hizo mayor cuando disminuyó en él el amor, los pactos contravenidos por los malos consejos del astuto Loge, el robo del anillo que debería haber devuelto a las hijas del Rin, pero con el que pagó el Walhall y es ahora propiedad de Fafner que lo guarda, celoso, en el fondo de una caverna.
En su desesperación y en su miedo, el dios quiso consultar a Erda, que ya una vez le avisó del peligro, y no sólo volvió a hablarle, sino que, bajo los efectos de un hechizo de amor, le dio nueve vírgenes guerreras, nueve walkyrias que llevarían al Walhall a los más grandes héroes muertos en combate y que serían los mejores defensores de los dioses el día en el que los ejércitos de Alberich avanzaran contra ellos.
Nada de esto serviría si el enano pudiera recuperar el anillo; sin embargo, Wotan no puede arrebatar a Fafner lo que él mismo le dio. Sólo lograría cumplir con esta tarea un héroe libre, independiente, que actuara sin tener conciencia de haber recibido esta misión. Para ello, Wotan escogió a Siegmund. Vagó con él por los bosques, estimuló su temeridad, le armó con una espada invencible. Pero ya no hay solución, puesto que Fricka descubrió su juego.
Estallan la ira y la desesperación de Wotan, cuando se da cuenta de que debe abandonar a aquél a quien ama y quiere proteger. En su desesperación, sólo desea el fin que Erda ya predijo que sería inevitable cuando Alberich engendrara un hijo, lo que ya ha sucedido, y Wotan, encolerizado, le deja heredero del vano esplendor de la divinidad.
Brünnhilde trata, inútilmente, de preservar la vida de Siegmund. Wotan se muestra inflexible y amenaza con castigarla si osa transgredir sus órdenes.
Sieglinde no escucha las palabras de amor de Siegmund, sólo busca huir de él: no quiere volver a entregarse al que ama, después de haber pertenecido por la fuerza a un marido al que desprecia. Los sonidos del cuerno y la jauría de Hunding la llenan de angustia, y, en su alucinación, cree ver al hermano presa de los perros, lo que la lleva a perder el conocimiento.
La walkyria avanza solemnemente hacia el héroe que abraza a la desmayada Sieglinde, le anuncia que está destinado a una muerte gloriosa en su combate con Hunding, y que, por lo tanto, debe preparase para seguirla al Walhall. Siegmund no parece preocupado por su final, pero pregunta si en el Walhall encontrará a Sieglinde. Ante la negativa de la virgen guerrera, el héroe renuncia a una gloria que no pueda compartir con su esposa. En el caso de que le traicione el arma invencible con la que su padre le prometió la victoria, si no puede ser junto a su compañera, no quiere participar de la inmortalidad. Brünnhilde le insta a que deje a Sieglinde a su cuidado, pero Siegmund decide que si ha de morir, la matará antes a ella. Ni siquiera le detiene el que la walkyria le revele que Sieglinde ya lleva otra vida en su vientre. Ante tanto dolor, Brünnhilde se llena de compasión y promete ayudar al héroe dándole la victoria en el combate.
Siegmund va hacia el enemigo, separándose de Sieglinde. Ésta, en sueños, evoca los recuerdos de su infancia: el incendio de su casa y la pérdida de la familia; un trueno la despierta. Escucha las voces de Siegmund y Hunding provocándose para combatir; quiere separarlos, pero un rayo la deslumbra. Entonces, llega Brünnhilde, defendiendo a Siegmund con su escudo. Cuando el héroe va a dar a su adversario el golpe mortal, aparece Wotan que atraviesa su lanza frente a Siegmund; contra ella se rompe su espada y Hunding puede hundirle su lanza en el corazón.
Brünnhilde huye con Sieglinde en su caballo, mientas Hunding retira su arma del cuerpo de Siegmund. Wotan contempla con desesperación el cuerpo de su hijo y lanza un mirada tan terrible a Hunding que éste cae fulminado a sus pies. Inmediatamente, su dolor y su ira se vuelven contra la walkyria que osó desobedecerle, y emprende su persecución.
Sobre la elevada roca de las walkyrias, vírgenes armadas de pies a cabeza, lanzan sus gritos de guerra para llamar a sus hermanas. Todas aparecen, a excepción de Brünnhilde, cabalgando por los aires y llevando sobre sus corceles a los héroes muertos destinados al Walhall. Por fin llega Brünnhilde montando a Grane, pero a su grupa lleva a una mujer viva: Sieglinde. Confiesa a sus hermanas que huye de la cólera de Wotan, ya que ha osado desobedecerle, y les pide que le ayuden a salvar a la mujer. Pero las walkyrias no quieren que caiga sobre ellas la cólera de su padre.
Sieglinde, desesperada por sobrevivir a Siegmund le reprocha a Brünnhilde el haberla salvado y pide la muerte; pero la walkyria le revela que un welsungo crece en su vientre y que por él debe seguir viva. Primero asustada, después feliz ante la noticia, la mujer decide conservar su vida a toda costa. Por consejo de las walkyrias, se refugiará en el bosque en el que vive Fafner y al que Wotan no se acerca jamás.
Waltraute anuncia la llegada del dios y Brünnhilde exhorta a Sieglinde a ser fuerte y valiente ya que de ella nacerá Siegfried: el más grande los héroes; y a él le habrá de entregar la espada rota que la walkyria rescató del campo de batalla.
Wotan ha llegado a la roca de las walkyrias y Brünnhilde ya no puede huir. Sus hermanas tratan en vano de esconderla, mientras la terrible cólera de su padre la reclama. No tarda en someterse a su voluntad y el dios estalla en reproches contra la que, siendo la más amada de sus hijas, osó rebelarse contra él. Su castigo será el exilio definitivo del Wallhall, la pérdida total de su naturaleza divina: convertida en una mujer mortal, quedará sin defensa, dormida en un camino para que el primero que pase la despierte y la someta. Las demás walkyrias intentan, horrorizadas, aplacar la furia del padre, pero éste las amenaza con un sino igual al de la rebelde, si osan defenderla. Entonces huyen, llenas de dolor, mientras la tormenta, que parecía no tener fin, da paso a una noche serena.
Brünnhilde, tendida a lo pies del dios, levanta la mirada buscando la de su padre. Le pide que contemple su falta con menos rudeza, pero el dios se muestra inflexible. Entonces la walkyria le ruega que, al menos, el mortal que la vaya a tomar no sea un cobarde, que su salvador y su dueño sea el welsungo que va nacer de una raza de héroes. Ante la nueva negativa de Wotan, le insta a que proteja su sueño fatal con un obstáculo tan terrible que sólo aquél que no conozca el miedo pueda franquearlo. Finalmente, el dios, conmovido por la desgracia de su hija, por su dignidad y por la nobleza de su corazón, cede a este último ruego: alrededor de ella se elevará un fuego tal que sólo el más valiente de los mortales osará traspasarlo.
Con un beso en los ojos de la walkyria, Wotan la despoja de su divinidad y la deja dormida sobre la roca. Emocionado, la reviste con todas su armas, golpea tres veces sobre una roca con su lanza e invoca a Loge, el dios del fuego. Entonces, se enciende una llama que, en poco tiempo, abraza la alta roca como un enorme escudo de fuego que protegerá a la virgen dormida.