En las profundidades del Rin, tres ninfas juegan entre las olas y guardan el oro puro que su padre, el río primordial, les mandó custodiar. Alberich, el enano, el nibelungo, se acerca a ellas con la intención de seducirlas. Las ondinas juegan con este ser deforme y se burlan de sus deseos; pero, hablan demasiado y le revelan el secreto del tesoro que guardan: con él se puede forjar un anillo que permitirá conquistar el mundo a quien lo posea. Ahora bien, quien quiera conseguirlo habrá de renunciar al amor. Alberich, rabioso por el rechazo de las Hijas del Rin, no se lo piensa dos veces: sube hasta la roca en donde reposa el oro y se hace con él.
El dios Wotan y su esposa Fricka se despiertan en un valle entre cumbres montañosas. El dios de dioses contempla, orgulloso, el Walhall: el edificio que representará lo eterno de su poder y de su gloria; pero, su mujer le recuerda con horror que el precio que deberá pagar a los gigantes Fafner y Fasolt por haberlo construido es su hermana Freia (la diosa del amor y de la belleza), según el pacto al que le empujó Loge (el semi-dios del fuego y maestro en el arte de la astucia). Wotan no tiene la intención de entregar a Freia a los gigantes, pero se impacienta porque Loge no parece llegar a tiempo para sacarle del apuro.
Mientras dioses y gigantes discuten por el pago del contrato, aparece Loge, que ha recorrido el mundo, dice, para encontrar algo que pueda satisfacer a Fafner y Fasolt a cambio de la diosa, pero reconoce que no hay nada en el mundo que quiera apartarse del amor y de la mujer. Salvo un único ser: el enano Alberich, que renunciando al amor se hizo con el poder del oro del Rin, por el que claman las ondinas, implorando a Wotan que les ayude a recuperarlo.
Al oír este relato, los gigantes empiezan a ambicionar el oro y aceptan que se les pague con él su trabajo de construcción, mientras se llevan a Freia como rehén, para asegurar que esta vez el contrato se cumpla. En cuanto desaparecen de su vista, los dioses envejecen: se les ha privado de las manzanas que les daban la eterna juventud y que sólo la diosa Freia cultivaba y guardaba. Se hace imprescindible que Wotan baje al reino de los nibelungos para recuperar el oro. Lo hace acompañado de Loge.
En una oscura gruta, en las entrañas de la tierra, Alberich arranca violentamente a su hermano Mime el tarnhelm, el yelmo mágico que vuelve invisible a quien lo lleva y que éste último acaba de forjar por orden suya. Las quejas de Mime atraen a Wotan y Loge, a quienes cuenta sus desdichas y cómo, gracias al oro del Rin, Alberich ha esclavizado a su propio pueblo, que trabaja para él a golpe de látigo.
Cuando Alberich descubre a los dos visitantes, les llena de imprecaciones y amenazas: lo mismo que él ha rechazado el amor, obligará a todo lo que vive a renunciar a él; los dioses deberán guardarse de los ejércitos que saldrán de las oscuras profundidades del reino Nibelungo. Wotan trata de alcanzarle con su lanza, pero Loge le detiene, invitándole a usar, contra el enano, la astucia y no la fuerza. Así, Loge alaba su poder y el del yelmo, y le invita a demostrar de lo que es capaz pidiéndole que se convierta primero en dragón y luego en sapo, al que fácilmente Wotan puede poner el pie encima y sujetar. Así consiguen maniatarlo y arrastrarlo hasta la sima por la que bajaron.
De nuevo en las alturas, los dioses obligan a Alberich a entregar el tesoro a cambio de su libertad. A una orden suya, los nibelungos lo van amontonando frente a los dioses. Alberich quiere quedarse con el yelmo mágico y la sortija, pero Loge arroja el Tarnhelm al montón del oro y Wotan le arranca violentamente el anillo del dedo. Sólo entonces liberan al enano que, furioso, pronuncia la maldición: todos codiciarán ese anillo, que además llevará a la muerte a quien lo posea. Wotan parece no escucharle y mira, hechizado, la joya que brilla en su dedo.
Vuelven los gigantes, con Freia, a cobrar su salario y los dioses se sienten rejuvenecer. Pero, antes de que puedan tocarla, los constructores del Walhall clavan sus estacas en el suelo, al lado de la diosa de manera que midan una altura y una anchura iguales a ella. Allí se va amontonando el oro hasta que Freia queda cubierta por él. Cuando Loge arroja el yelmo de invisibilidad al tesoro amontonado, todavía hay una rendija por la que Fasolt puede ver el brillo de los ojos de la diosa del amor, y el gigante obliga a Wotan a taparla con el anillo; pero el dios de dioses, cautivo ya de la magia de la sortija, no está dispuesto a entregarla.
Los dioses conminan a Wotan a devolver el anillo, los gigantes amenazan con romper el pacto; en ese momento de confusión, la luz se oscurece y el alma antigua de la tierra, la que todo lo sabe, emerge de las profundidades de la gruta en la que duerme su sabiduría. Es Erda, la madre de las tres nornas que tejen el hilo de todos los destinos. La diosa prevé un ignominioso fin para los dioses y conmina a Wotan a que devuelva el anillo. El dios quiere saber más, pero Erda ya se ha hundido en las profundidades. Wotan, tras una breve meditación, no tarda en arrojar el anillo sobre el tesoro.
Los efectos malignos de la joya no se hacen esperar: Fafner mata a Fasolt, se hace con el anillo que éste había cogido y lo mete en un saco, con el resto del tesoro, que arrastra sin volver la vista atrás. Los dioses han observado la escena con horror.
Donner se propone limpiar la cargada atmósfera. Subiéndose a un peñasco cercano, hace girar su martillo y desaparece en una nube de tormenta cada vez más negra. Entonces se oye el golpe de su martillo contra la peña: un relámpago atraviesa la nube y le sigue un violento trueno. Cuando la nube se disipa, un espléndido arco iris está uniendo el valle con la fortaleza, es el puente por el que los dioses subirán al Walhall. Emprenden solemnemente la marcha, mientras las Hijas del Rin piden que el oro les sea devuelto, y Loge se plantea devorar, volviendo a su forma de llama, a los divinos, antes que perecer con ellos.