Sor Angélica es una de las monjas en un convento italiano en las cercanías de Siena. En el convento, las monjas llevan una vida humilde y tranquila, aislada del mundo. El sol entra en el patio del convento mientras las hermanas realizan sus pequeñas y mundanas tareas. Esta es la primera de tres tardes en el año en que el sol poniente alcanza a la fuente y vuelve dorada su agua. Este acontecimiento hace que las hermanas recuerden a aquella hermana que ha muerto, Bianca Rosa. Sor Genoveva sugiere que echen algo del agua dorada sobre su tumba, en el patio. Las monjas entonces hablan de sus deseos. Aunque sea pecado, Sor Dolcina desea algo rico para comer y Sor Genoveva, que solía ser pastora, confiesa que desearía ver corderos nuevamente. Sor Angélica, en cambio, dice no tener ningún deseo, pero tan pronto como lo dice, las monjas comienzan a cotillear. Todas saben que el verdadero deseo de Sor Angélica es tener noticias de su familia, rica, noble, de la que ella no ha oído nada en siete años, cuando la enviaran al convento como un castigo. Sor Angélica vive en exilio por órdenes de su familia, tras tener un hijo estando soltera. En el convento, Sor Angélica se dedica al cuidado de las flores y conoce todas las propiedades curativas de las hierbas. Tras el sonar de la campana que anuncia visitantes, La Abadesa llama a Sor Angélica. Ha ido a visitarla su tía, la Princesa. La princesa trata de forma distante y agria a la monja. Le explica a Sor Angélica que su hermana menor está comprometida y que ella tiene que firmar un pergamino renunciando a su herencia: es un testamento en el que se dividen los bienes familiares. Sor Angélica replica que se ha arrepentido de sus pecados, pero que lo único que no puede dejar atrás es a su hijo. Le suplica a la Princesa que le de noticias de su hijo. Inmisericorde, la Princesa le informa que todo se hizo para intentar salvar al niño, pero murió de fiebre dos años atrás. Quebrada, Suor Angélica firma el documento, entre lágrimas, y se desmaya. La princesa se marcha. A solas, en las sombras del atardecer, Sor Angélica evoca tiernamente a su hijito en una desolada plegaria. SE ve atrapada por una visión celestial, cree oír a su hijo llamándola para encontrarse en el paraíso. En un momento de exaltación, hace un veneno y lo bebe, pero al instante se da cuenta que cometiendo suicidio no podrá ver a su hijo en el más allá, por ser un pecado mortal. Presa del arrepentimiento pide clemencia a la Virgen, y cuando muere ve un milagro: todo lo que la rodea se transforma en una visión mística y consoladora, coronada por la presencia de la Virgen María y de su propio hijo, que se llevan a la monja al cielo.