El enano Mime, hermano de Alberich, tiene su forja en una caverna en el corazón del bosque. Trabaja en una nueva espada para Siegfried, aunque sabe que el muchacho la romperá como si se tratara de un juguete; eso ha hecho con todas las anteriores. En vano ha intentado soldar los trozos de Nothung, el arma de Siegmund; y, sin embargo, conseguirlo posibilitaría sus planes: que el joven y fuerte welsungo mate a Fafner, el antes gigante y hoy dragón que guarda el tesoro de los Nibelungos, y se haga con el anillo mágico. Ya sabrá el enano, después, arrebatárselo.
Siegfried llega del bosque con un oso al que acaba de capturar y lo azuza contra Mime, mientras le reclama su nueva espada. Lleno de pánico, el enano le muestra el arma nueva que el muchacho parte en dos sobre el yunque, como hiciera con todas las anteriores.
Por la conversación ente ambos se ve que Siegfried no aprecia al enano que, sin embargo, ha cuidado de él desde su nacimiento; lo que no cesa de recordarle, fingiendo un aprecio que es sólo interés.
Aunque Mime ha intentado que Siegfried creyera que él es su padre, ante la incredulidad del muchacho, que ha observado cómo en la naturaleza las crías se parecen a sus progenitores, le relata su verdadera historia: su madre, Sieglinde, llegó sola y a punto de dar a luz hasta su gruta, le dio la vida y un nombre: Siegfried, y, antes de morir, lo confió al enano, junto con los trozos de la espada de su padre. El muchacho empieza a soñar con el recuerdo de su madre y ansía la libertad lejos del enano, mientras éste sigue pensando en cómo soldar los trozos de Nothung.
Un Caminante(Wotan) sale del bosque, envuelto en un amplio abrigo oscuro y cubierto con un gran sombrero que le tapa una buena parte del rostro. Pese a la mala acogida del gnomo, el dios se aposenta en su gruta, le comenta cómo, a veces, ha pagado la hospitalidad recibida dando sabios consejos a sus anfitriones y le ofrece su cabeza, si no es capaz de enseñarle algo que le interesa mucho conocer. Para desembarazarse del inoportuno huésped, el enano acepta el juego y le plantea tres preguntas: ¿Qué raza vive en las entrañas de la tierra? ¿Cuál es la que respira en la superficie del mundo? ¿Cuáles son los habitantes de las altas cimas? El Caminante responde: los nibelungos, los gigantes y los dioses, respectivamente, aprovechando para recordarle la historia del anillo maldito.
El gnomo ha reconocido al padre de los dioses y desea aún más alejarle de su cueva, pero éste sigue el juego haciéndole, a su vez, tres preguntas a las que deberá responder o perderá su cabeza: ¿Cuál es la raza perseguida por Wotan, a pesar de su amor por ella? ¿Qué espada podrá matar a Fafner? ¿Qué hábil herrero podrá soldar a Nothung? Mime da inmediata respuesta a las dos primeras preguntas, muy interesado por el tema: la raza de los welsungos y la espada Nothung, pero ignora la tercera. Ante el pavor del enano, Wotan le responde que sólo quien no conozca el miedo podrá reconstruir la espada y cede a ese ser sin miedo la cabeza que Mime se había jugado, muy a pesar suyo, en el torneo del saber.
El encuentro con Wotan deja al gnomo aterrado, hasta el punto de creer que el dragón llega para devorarlo. Entonces, aparece Siegfried, reclamando de nuevo su espada. El enano se da cuenta de que él jamás podrá forjarla, pero sí el muchacho, ya que no conoce el miedo; entonces, intenta enseñarle lo que es, pero le resulta imposible y, haciendo gala de su astucia, le engaña diciendo que le prometió a su madre moribunda que no le dejaría ir sin saber lo que es, y que sólo en la cueva de Fafner podrá aprenderlo. Siegfried acepta ir, pero no sin Nothung y, vista la incapacidad del enano, decide reconstruirla él mismo. Reduce los dos trozos de metal a limaduras y logra volver a forjar la espada. Mime urde rápidamente un plan: después de que Siegfried mate al dragón, él le dará un brebaje que le lleve a un profundo sueño y le permita matar al muchacho con su propia espada y hacerse con el anillo y el tesoro.
Siegfried termina de forjar a Nothung y, para probarla, golpea el yunque, que parte en dos perfectas mitades.
Alberich vela, ansioso, a la entrada de la Cueva de la Envidia, la morada de Fafner, cuando llega el Caminante. Furioso por la presencia de su enemigo, el enano injuria y amenaza al dios, ya que supone que está allí para ayudar a Siegfried, pero Wotan le tranquiliza: ha venido para ver, no para actuar. El dios ya no desea el anillo y Siegfried, además de ignorar el poder de la joya, pertenece a una raza que él ha abandonado. Mime, en cambio, sí ambiciona la joya, sólo a él es a quien Alberich puede temer. Para demostrar sus palabras, el Caminante propone avisar a Fafner del peligro inminente y ofrecerle la vida a cambio del talismán. Pero el dragón rechaza la propuesta: no quiere entregar su, sin embargo, perfectamente inútil posesión. Por fin, el Caminante se aleja riendo, mientras que el alfo negro jura que un día aplastará a la raza de los dioses.
Llegan Siegfried y Mime hasta la entrada de la cueva. El enano intenta aterrorizar al muchacho con una escalofriante descripción de Fafner, pero éste no se inmuta y le obliga a alejarse. Ya solo, bajo las ramas de un tilo, piensa en el día feliz en el que no volverá a ver al enano y sueña, lleno de ternura, con la madre que no conoció. Los murmullos del bosque invaden su alma con una misteriosa poesía, y siente no poder entender el canto de un pájaro que trina por encima de su cabeza y que, quizá, le esté hablando de su madre. Intenta imitarle con una caña, pero sólo consigue ruido; así que reemplaza la caña por su cuerno de plata y hace sonar su fanfarria, como lo hace siempre que quiere encontrar un compañero en el bosque y sólo acuden a él osos o lobos. Pero, esta vez, ha atraído a un dragón.
Fafner, en forma de terrible reptil, quiere saber quién interrumpe su sueño. Siegfried, lejos de asustarse, se mofa del aspecto del monstruo antes de blandir su espada y clavársela en el corazón, esquivando la baba venenosa del dragón. En su agonía, Fafner admira el valor del muchacho, le revela la personalidad de gigante que se escondía en él y cómo mató a su hermano Fasolt para hacerse con el tesoro. Antes de morir, le recomienda desconfiar de aquél que le incitó a matarle.
Cuando Siegfried retira la espada del pecho del dragón, su sangre ardiente le mancha la mano, y, al limpiársela con los labios, se da cuenta de que es capaz de entender el canto de las aves. Y el pájaro que se situaba, antes, encima de su cabeza, le aconseja entrar en la caverna y tomar el tarnhelm y el anillo. Siegfried se adentra en la gruta.
Mientras tanto, Mime sale de su escondite y se encuentra con Alberich. Ambos discuten por la posesión del tesoro, hasta que Mime propone repartirlo; para él: el tarnhelm y para Alberich: el anillo; con el mágico yelmo, no le será difícil arrebatárselo. El señor de los nibelungos no acepta el trato y la pelea sigue, cada vez más violenta, hasta que los dos se prometen que el tesoro será suyo por entero y desaparecen entre los árboles, mientras Siegfried sale de la caverna con el yelmo y la sortija, que observa con curiosidad, sin saber para qué le van a servir; sólo sabe que, en la Cueva de la Envidia, no ha aprendido el miedo.
Pero vuelve a percibir los murmullos del bosque y, en comunión completa con las voces misteriosas de la naturaleza, escucha de nuevo y comprende el canto del pájaro que le previene de la traición de Mime: Siegfried sólo deberá oír atentamente sus palabras para conocer el sentido real de sus intenciones.
Efectivamente, el gnomo astuto se acerca urdiendo la traición que le permitirá hacerse con el tesoro. No se da cuenta de ello, pero Siegfried no escucha lo que quiere dar a entender con palabras aparentemente amables y afectuosas, sino la verdad de sus malvados sentimientos: cómo siempre odió al muchacho, cómo se sirvió de él con la intención de hacerse con el tesoro, y cómo le dará ahora un brebaje envenenado, bajo el pretexto de reconfortarle en su fatiga; y, por fin, hacerse con el deseado anillo. Siegfried, indignado, traspasa al gnomo con su espada y lo deja en el fondo de la caverna. Los cadáveres del enano y el dragón guardarán las riquezas amontonadas en el antro.
Cuando, de nuevo, descansa bajo la fresca sombra del tilo, vuelven a su alma los murmullos del bosque y le pregunta al pájaro, que ya le ha dado tan buenos consejos, cómo podrá encontrar a un compañero. Entonces, el ave le revela que, sobre una roca solitaria, rodeada de llamas, duerme las más bella de las mujeres, esperando a aquél que, desconociendo lo que es el miedo, traspase la muralla y la haga suya. Su nombre es Brünnhilde.
Siegfried se reconoce a sí mismo en aquél que no sabe lo que es el miedo y, feliz y exaltado, se dirige a la roca de la walkyria, siguiendo el camino que le indica el pájaro.
En la oscuridad de una noche de tormenta, Wotan se encuentra frente a la entrada de otra gruta. Apoyado en su lanza, invoca a Erda, el alma antigua de la tierra, y la obliga, con un conjuro, a abandonar su sueño de conocimiento. Aparece, cubierta de escarcha y proyectando un extraño brillo. Antes de que Wotan le pregunte nada, le recomienda consultar a las Nornas, las que velan cuando ella duerme y tejen todos los destinos. Pero el dios de dioses sabe que las tres hijas de Erda conocen los destinos, pero no pueden cambiarlos, y eso es precisamente lo que busca: detener la rueda de lo que está por venir.
La Wala le recomienda que le pregunte a la hija que ella le dio, a Brünnhilde, la más valiente y la más sabia; pero Wotan le confiesa el castigo que tuvo que imponerle por su rebeldía. La diosa medita, sus pensamientos son tan confusos como los acontecimientos que se desarrollan en el mundo; reprocha a Wotan el ser un obstinado que castiga la obstinación y el necesitar servirse del perjurio para mantener sus pactos, y le insta a que la deje volver a su sueño.
Pero Wotan quiere saber cómo puede vencer la inquietud, el miedo ante el final ignominioso de los dioses. Erda se niega a contestar reprochándole no ser lo que se llama. Wotan le recrimina, a su vez, no ser quien cree ser y anunciándole que su sabiduría primordial llega a su fin, que su saber se desvanece ante la voluntad del dios. Y precisamente su voluntad va a ser la de no luchar contra el destino y dejar que éste se cumpla, señalando como su heredero a Siegfried: el héroe que, desconociendo el miedo, supo conquistar el anillo, y despertará a Brünnhilde para que ella redima al mundo.
Erda desciende al abismo del que Wotan la hizo emerger, y el dios espera, en silencio, la llegada de Siegfried. El pájaro que le ha guiado hasta ahora huye al ver a los dos cuervos que siempre acompañan al rey de los dioses, mientras el muchacho sigue, feliz, su camino.
El Caminante y Siegfried se encuentran y éste le cuenta su reciente aventura y su intención de llegar hasta la walkyria. Cuando le pide a Wotan que le muestre hacia donde debe ir, no lo hace de muy buenas maneras y éste se lo reprocha interponiéndose en su camino, lo que irrita al muchacho, que le amenaza con dejarle sin el ojo que le queda. Poco a poco la paciencia del dios se agota ante la insolencia de Siegfried, hasta que su ira estalla y se declara guardián de la roca de Brünnhilde. Primero le amenaza con que el fuego que guarda a la virgen abrasará su pecho, después le cierra el paso con la lanza, que ya quebró una vez a Nothung. Entonces, Siegfried ve en el Caminante al enemigo de su padre y, con la espada, rompe su lanza en dos pedazos. El dios los recoge tranquilamente y le deja el libre el paso que lleva a la roca. Así, decidido y alegre, traspasa el muro de fuego.
Cuando consigue asomarse a la roca de la walkyria, divisa un corcel dormido y un guerrero armado. Al despojarle del yelmo, para que se sienta más cómodo, es una larga cabellera la que surge y al romper la coraza, para favorecer el descanso del guerrero, lo que aparece bajo ella es un cuerpo de mujer. Una gran emoción y una extraña angustia se apoderan de él y, para que venga en su ayuda, invoca a su madre. Por fin ha conocido el miedo.
Despierta a la joven con un beso y, cuando Brünnhilde abre los ojos, se contemplan emocionados. La walkyria saluda a la luz del sol de la que durante tanto tiempo fue privada y pregunta el nombre de quien la despertó. Siegfried le responde, bendiciendo a la madre que le dio la vida y a la tierra que le alimentó permitiéndole ver un día tan dichoso, y Brünnhilde se une a su himno de alabanza. Se trata de Siegfried, a quien ella amó y protegió incluso antes de ser engendrado.
Estas últimas reflexiones de la walkyria confunden al muchacho, que le pregunta si ella es su madre. Brünnhilde le saca del error y le cuenta cómo y por qué fue castigada por Wotan con el exilio del Walhall y la negación de su naturaleza divina. El recuerdo de lo que fue hace que la nostalgia la lleve a rechazar las ardientes caricias de Siegfried. Pero la diosa casta se ha convertido en una mujer mortal, invadida por el amor, que lucha en vano consigo misma. Brünnhilde se despide de un mundo de dioses que avanza hacia su ocaso y abraza, con Siegfried, su plena condición de mujer.