Es de noche en la roca de las walkyrias. Al fondo, brilla el resplandor de las llamas que protegieron el sueño de Brünnhilde; mientras, las tres Nornas, hijas de Erda, trenzan el cable de oro del destino que la primera ata a las ramas de un pino, la segunda a una roca y la tercera lanza tras de sí. La primera, la más vieja, muestra a sus hermanas el fuego que mantiene Loge alrededor de la walkyria y las anima a cantar y a hilar. Mientas ata el cable de oro, recuerda cómo antaño cumplía con gozo esta tarea en las poderosas ramas del gran fresno del mundo, a cuya sombra manaba el manantial de la sabiduría. Un día, Wotan vino a beber de él, lo que pagó con uno de sus ojos. Después cortó una de las ramas del árbol y, con ella, construyó su lanza. Pero, a partir de ese momento, aunque mucho tiempo transcurriera hasta su final, el fresno comenzó a envejecer, sus ramas se marchitaron, su hojas cayeron y se secó la fuente que, a sus pies, brotaba. ¿Qué pasó entonces? Arrojando el cable a su hermana, la primera Norna la invita a hablar.
La segunda Norna cuenta cómo Wotan grabó las runas de los pactos sobre su lanza, y que sobre esos tratados descansaba su poder. Un día, vio cómo un héroe la rompía y, entonces, reunió a los guerreros del Walhall y les hizo abatir el, ya marchito, fresno del mundo. ¿Qué pasó entonces? Arrojando el cable a su hermana más joven, la segunda Norna la invita a hablar.
La tercera Norna cuenta cómo los héroes amontonaron los leños secos alrededor de la sala de los dioses. Si arde la madera, llegará el fin de los eternos. Siguen contando las Nornas cómo Wotan sometió a Loge con la magia de su lanza y cómo éste, buscando su libertad, intentó roerla con los dientes, pero el rey de los dioses lo sometió obligándole a rodear la roca de Brünnhilde. Un día Wotan hundirá los trozos de su lanza rota en el pecho de Loge y allí empezará el incendio que prenda los leños del fresno del mundo. Las Nornas manejan el hilo con creciente dificultad. Se preguntan qué fue de Alberich, pero hasta ellas llegan las consecuencias de su maldición: la cuerda se rompe, y también la clarividencia de las hermanas que vuelven, precipitadamente, a las entrañas de la tierra, para encontrarse con Erda.
El sol se ha levantado y, ahora brilla. Llega Siegfried armado y en compañía de Brünnhilde que sujeta por las bridas a su caballo Grane. La pareja intercambia juramentos de fidelidad. La walkyria le ha enseñado a su esposo las runas sagradas, le ha entregado todo su saber, le pide a cambio amor y fidelidad y le incita a que cumpla su destino heroico. Siegfried, en prenda de su fidelidad y de su amor, le entrega el anillo que maldijo Alberich y que, para él, sólo vale lo que le costó conquistarlo. Brünnhilde, a su vez, le entrega a su caballo Grane.
Después de un último abrazo, se separan. Y se empieza a escuchar, cada vez más lejano, el sonido del cuerno del héroe.
En la sala del palacio de los guibichungos, a orillas del Rin. Gutrun y Gutrune charlan con Hagen, su medio hermano materno e hijo a su vez de Alberich, alabando sus buenos consejos. El continuador del negro pensamiento de su padre está en la idea de reconquistar el anillo. Conocedor de las andanzas de Siegfried y de sus amores con la walkyria, pero silenciándolos, aconseja a sus hermanos asegurar el futuro de la dinastía mediante dos matrimonios. Para Gunther, propone a Brünnhilde, la walkyria que duerme sobre una roca inaccesible, rodeada por una muralla de fuego. Pero Gunther no podrá franquear semejante obstáculo, sólo Siegfried, el héroe que ha conquistado el tesoro de los nibelungos, puede lograrlo y, a la vez, casarse con Gutrune; puesto que cederá gustoso al guibichungo el fruto de su proeza, si antes se ha rendido a los encantos de la mujer que puede servirse, para ello, de un filtro mágico que le hará olvidar pasados juramentos y le convertirá en esclavo de quien se lo ofrezca.
Los hermanos esperan impacientes la llegada del héroe.
El sonido de su cuerno anuncia, precisamente, la llegada de Siegfried. Hagen reconoce al héroe, Gunther desciende a orillas del Rin para recibirlo y Gutrune se retira, emocionada, después de observarle en la lejanía. Al desembarcar y preguntar a los dos hombres cuál de ellos es Gunther, ya que tiene noticia de su fama, le ofrece que escoja entre la lucha o la amistad. Éste se presenta y le ofrece alianza y fidelidad.
Hagen cuestiona al héroe sobre el tesoro de los nibelungos, pero, él, que desdeña su inutilidad, confiesa que lo dejó abandonado en la cueva del dragón y que sólo tomó del él el yelmo mágico. El hijo de Alberich le desvela el poder del objeto, pero Siegfried no le presta atención. También recuerda que cogió un anillo, pero que se lo dio, en prenda de amor y fidelidad, a una noble mujer. Entonces, llega Gutrune con una cuerna en la mano y se la presenta en señal de bienvenida.
Un segundo antes de apurarla, recuerda tiernamente a Brünnhilde y se jura no olvidar nunca su fiel y ardiente amor. Pero, cuando ya la ha bebido, cae bajo el hechizo del filtro: su pasión se enciende al mirar a la joven y, en ese mismo momento, se la pide a su hermano en matrimonio. Da la sensación de que Gutrune se siente indigna de un amor conseguido de esa manera y abandona la sala. Siegfried contempla hechizado su marcha y le pregunta a Gunther si ya ha elegido una esposa.
El hermano de Hagen le comenta lo difícil que le resulta conquistar a la mujer que ama, Brünnhilde, ya que está rodeada de fuego en una roca solitaria. Al oír el nombre de la walkyria, Siegfried parece recordar algo, pero el poder del filtro ha causado su efecto y ofrece a Gunther conquistar por él a la mujer, a condición de que, en recompensa, le dé a Gutrune. Cubriéndose con el tarnhelm, adoptará el aspecto del guibichungo y le traerá a la novia prometida. Con un solemne juramento sellan su alianza bebiendo en una cuerna en la que, antes, han vertido unas gotas de su propia sangre. Hagen rechaza el participar del pacto de hermandad, aduciendo que su sangre corrompería la bebida. Gutrune ve partir a los guerreros y Hagen disfruta al pensar cómo ambos están sirviendo, sin saberlo, al hijo del nibelungo.
Brünnhilde, silenciosa y pensativa, a la entrada de su gruta, contempla el anillo que Siegfried le regaló y lo cubre de besos. Entonces escucha, a lo lejos, un galope aéreo que conoce bien: su hermana Waltraute ha llegado hasta el lugar de su destierro y piensa que le puede traer el perdón de Wotan. Waltraute no comparte su alegría. Llega, angustiada, y pese a la prohibición de su padre, para rogarle que salve el Walhall de la desgracia que le amenaza: desde que la castigara, el Padre de los Combates, inquieto y descorazonado, no dejó de recorrer el mundo como un viandante solitario. Un día ordenó a sus héroes abatir el fresno del mundo y construir una hoguera en torno a la sala de los dioses; después, convocó a los eternos y, desde entonces, les preside a ellos y a sus héroes, inmóvil, apretando en el puño las astillas de su lanza. En vano sus hijas, las vírgenes guerreras, le imploran e intentan confortarle, sólo espera a que sus dos cuervos le traigan buenas noticias.
Sólo una vez, en su mirada vidriosa, apareció el recuerdo de Brünnhilde y recordó que si ella devolviera el anillo a las hijas del Rin, los dioses y el mundo se salvarían. Fue entonces cuando Waltraute decidió dejar furtivamente la residencia de los dioses y suplicar a su hermana que devuelva el anillo.
Pero para Brünnhilde el anillo es más sagrado que la raza de los dioses y su gloria, ya que es la prenda de amor de Siegfried, y jamás consentirá en devolverlo. Waltraute deja, desesperada, a su hermana. Ya ha anochecido y las llamas que envuelven la roca brillan de forma extraordinaria. Se escucha, a lo lejos, el cuerno de Siegfried y la walkyria, feliz, se lanza hacia él; pero retrocede, horrorizada, al no reconocer al guerrero que tiene frente a ella. Sin embargo, es Siegfried que, bajo la influencia del filtro y por la magia del yelmo, se presenta ante ella con el aspecto de Gunther. Así, podrá ganarla para el guibichungo. En vano lucha la mujer, que se cree, de nuevo, castigada por la ira de Wotan. En vano invoca el poder del anillo; sus fuerzas la traicionan y el héroe le arranca la joya que pone en su propio dedo. La declara novia de Gunther y la obliga a entrar en su gruta. Hasta allí la seguirá, pero mantendrá la palabra, dada a su aliado, de no tocar a la novia. Nothung será testigo de su castidad.
La noche es muy oscura. Hagen hace guardia frente al palacio; parece dormir, pero tiene los ojos abiertos y fijos. Su padre, Alberich, agachado delante de él y con los brazos apoyados en sus rodillas, dirige su sueño: hablándole en voz baja, le insta a que siga la lucha por la conquista del anillo; es el momento adecuado ya que, precisamente, un welsungo acaba del romper la lanza del dios, que ya ve con angustia acercarse su fin y el del Walhall. Hagen ha de robar, sin demora, el anillo a Siegfried para alcanzar la soberanía del mundo, ya que, por consejo de Brünnhilde, el héroe puede devolvérselo a las Hijas del Rin y, entonces, ya nunca podrá volver a ser de los nibelungos.
Hagen jura a su padre y a sí mismo hacerse con la joya mientras Alberich desaparece. Amanece en el Rin; por él llega Siegfried, anunciando a Gutrune la noticia de que acaba de ganar a Brünnhilde para su hermano, y le cuenta a la joven cómo lo ha conseguido.
Se debe preparar rápidamente la recepción para dar la bienvenida a la nueva pareja. Hagen llama a los vasallos de su hermano, que acuden armados creyendo que su señor está en peligro; pero éste les calma: sólo se trata de dar la bienvenida a la esposa que Gunther ha conquistado con la ayuda de Siegfried y de ofrecer sacrificios a los dioses para que les sean propicios, especialmente a Fricka. Los vasallos de Gunther, contagiados por las alegres palabras de Hagen, habitualmente sombrío y hosco, se regocijan y juran proteger a su nueva soberana.
En una barca, llega Gunther junto a una triste Brünnhilde que, con el semblante muy pálido y los ojos bajos, se deja conducir. La presenta a sus vasallos, y, después, a Gutrune y a Siegfried. Al verle, la walkyria, horrorizada, se detiene y le mira fijamente, pero él no se inmuta y la recoge tranquilamente de su desmayo. Entonces, la mujer ve el anillo en el dedo del héroe y le pregunta, violentamente, cómo ha llegado la joya hasta allí, ya que Gunther fue quien se la arrebató como símbolo de su unión. Ni el guibichungo, ni Siegfried saben contestar a la pregunta de Brünnhilde. Hagen aprovecha el momento para acusar a este último de traición y empujar a la walkyria a la venganza. Ésta, llena de dolor, acusa al welsungo de perjurio y de infamia, acusa a los dioses de todos sus males y rechaza a Gunther que, en vano, intenta calmarla, renegando de él como esposo ya que fue al welsungo al que se entregó en cuerpo y alma.
Siegfried jura solemnemente que no ha atentado contra el honor, y que el arma sobre la que está jurando sea precisamente la que acabe con su vida, si miente. Es la lanza de Hagen.
Brünnhilde, indignada y terrible, clama venganza contra el traidor y el perjuro. Mientras Siegfried se aleja sólo preocupado por los encantos de Gutrune, la walkyria, rota de dolor se pregunta de qué terrible sortilegio es víctima. Hagen se acerca a ella y se ofrece a vengarla. Pero ella sabe que fue precisamente su magia la que volvió invulnerable al héroe. El hijo del nibelungo se reconoce inferior a Siegfried en la lucha, pero sabe sonsacar a Brünnhilde un bien guardado secreto: estando segura de que el héroe nunca daría la espalda a un enemigo la dejó desprotegida; únicamente ése es su punto débil; sólo allí un golpe sería mortal. Hagen toma buena nota y le cuenta a Gunther su propósito; pero el guibichungo no quiere traicionar a aquél que es su hermano de sangre. El hijo de Alberich intenta disipar sus escrúpulos recordándoles que la muerte de Siegfried le convertiría en el dueño del anillo; pero Gunther sigue dudando, conmovido, ahora, por el dolor que podría sentir Gutrune.
Al escuchar el nombre de la mujer, Brünnhilde se une a Hagen, aunque Gunther se resiste. La caza, que deberá desarrollarse al día siguiente, será el pretexto perfecto; dirán que un jabalí le atacó.
Mientras se trama la conjura, Siegfried y Gutrune, acompañados por su cortejo nupcial, aparecen con la cabeza ornada por flores. Invitan a todos a imitarles. Gunther coge la mano de Brünnhilde y les sigue; pero Hagen permanece apartado, invoca a su padre Alberich y se jura ser muy pronto el dueño del anillo.
En un precioso paraje a orillas del Rin, las ondinas se lamentan de la pérdida del oro que, un día, iluminaba el fondo del río y le piden al sol que les envía al héroe que se lo devuelva. Entonces, se oye el cuerno de Siegfried. Cuando llega hasta el Rin, las ninfas emergen y le ofrecen encontrar el oso, del que acaba de perder el rastro, si les da el anillo que luce en su dedo, pero rechaza la proposición: ¡Nunca dará la joya conquistada en combate con un terrible dragón!
Las ondinas se ríen de él llamándole tacaño y desaparecen entre las aguas. Siegfried casi está decidido a darles el anillo pero las tres hermanas, en este momento graves y solemnes, le dicen que se quede con él hasta que comprenda la maldición de la que es portador, ya que entonces, se lo dará gustoso. También le previenen de que morirá, como murió Fafner, si no les devuelve la joya. Pero el héroe no se deja impresionar con esas amenazas, y asegura a las Hijas del Rin que les daría gustoso la sortija a cambio de su amor, pero nunca a causa de sus amenazas, ya que desconoce el miedo.
Ante la decisión del héroe, las tres hermanas renuncian a convencer al insensato que no ha sabido conservar ni apreciar el mayor bien que le había sido concedido: el amor de la walkyria y, sin embargo, se empeña en conservar el talismán que le traerá pronto la muerte. Ese mismo día, una orgullosa mujer heredará al welsungo, escuchará sus plegarias y les devolverá lo que es suyo. Siegfried las contempla sonriente, admirando sus encantos.
Se escuchan fanfarrias de caza a las que Siegfried responde con su cuerno. Gunther y Hagen descienden de la colina con sus hombres. Los servidores preparan la comida, mientras que los cazadores reposan y charlan. Siegfried, confesando que no ha logrado ninguna pieza, cuenta, sin emoción, su entrevista con las Hijas del Rin, que le han predicho su muerte para ese mismo día, por lo que Gunther se impresiona y mira de reojo a Hagen, que insta al héroe a hablarle del tiempo en el que se dice que sabía conversar con los pájaros.
Pero hace ya mucho que el welsungo no entiende sus trinos, ahora prefiere las dulces palabras de las mujeres. Hagen y Gunther insisten en que les cuente esa aventura. Entonces, Siegfried les relata su infancia en el bosque, en compañía de Mime, el enano que le instó a combatir a Fafner con la ayuda de Nothung, su magnífica espada; la conquista del tesoro y los sabios consejos del pájaro maravilloso. Cuando el héroe llega a ese punto del relato, Hagen, a escondidas, vierte en su bebida un filtro que despierte sus recuerdos dormidos y Siegfried recupera, por entero, la memoria y cuenta, ante el asombro de Gunther, su odisea victoriosa en busca de Brünnhilde y la deliciosa recompensa que le esperaba. En ese momento, dos cuervos echan a volar desde un arbusto. Al preguntarle Hagen si entiende sus graznidos, se da la vuelta para observarlos y el hijo del Alberich le clava su lanza entre los hombros. Gunther intenta impedirlo, pero ya es demasiado tarde. Siegfried levanta su escudo para lanzarlo contra el traidor, pero le abandonan las fuerzas y cae al suelo mientras su cobarde asesino se aleja tranquilamente.
Antes de morir, Siegfried puede pronunciar un último adiós a la mujer amada, a la que sigue sin tener conciencia de haber traicionado y con cuyo recuerdo conforta sus últimos sufrimientos.
Ya es de noche. Los vasallos alzan el cadáver de Siegfried formando un cortejo que lo lleva al palacio.
La risa de Brünnhilde ha despertado a Gutrune que sale del palacio esperando, muy inquieta y llena de sombríos presentimientos, la vuelta de su esposo y de su hermano. ¿Será la walkyria a quien ha visto dirigirse al río? De hecho, no está en sus habitaciones. Cuando está a punto de volver a entrar, la voz de Hagen la paraliza: los cazadores han regresado y, sin embargo, no se ha oído el cuerno de Siegfried. Interroga al hijo del nibelungo que le dice brutalmente que el héroe nunca más hará sonar su fanfarria puesto que ha muerto en una lucha con un jabalí furioso.
En ese momento llega el fúnebre cortejo. Los cazadores depositan el cadáver de Siegfried en el medio de la sala; al verlo, Gutrune se desmaya de dolor y Gunther intenta aliviarla, pero ella le rechaza y le acusa del crimen de su esposo. Gunther, al disculparse, desvela la culpabilidad de Hagen, a quien maldice. Éste proclama con orgullo su acto y exige, como botín, el anillo que el héroe lleva en el dedo, pero Gunther le prohibe tocar la herencia de su hermana. Hagen le amenaza, ambos se baten y el hijo de Alberich mata a su hermanastro. Entonces se lanza sobre el cuerpo de Siegfried para arrancarle el anillo, pero la mano del cadáver se levanta amenazadora, apretando la joya en su puño. Todos los que están allí te aterrorizan.
Entonces aparece Brünnhilde. Avanza, serena y majestuosa. Ella, la mujer abandonada y traicionada por todos, viene a vengar al héroe cuya muerte no será nunca lo suficientemente llorada.
No se hacen esperar los reproches de Gutrune, pero la walkyria le desvela que es ella la legítima esposa de Siegfried y a la única a la que el héroe verdaderamente amó, jurándole eterna fidelidad. Entonces Gutrune, en el colmo de la desesperación, comprende las maquinaciones de Hagen, el auténtico fin del filtro del olvido y cae sobre el cadáver de su hermano.
Después de haber contemplado el rostro de Siegfried, Brünnhilde ordena a los vasallos que levanten una pira en la ribera del Rin para el cuerpo del héroe, con él irá Grane, su noble y fiel montura y ella misma.
Mientas los vasallos apilan la leña, sobre la que las mujeres depositan flores y yerbas, Brünnhilde contempla al amado, al más puro entre los puros, al corazón más leal que fue, sin embargo, el que la traicionó. ¿Cómo pudo suceder así? Wotan, para reparar la culpa de los dioses eternos, no dudó en sacrificar a su hija, y a aquél a quien amaba, al más cruel de los dolores. ¡Con qué dolor aprendió lo que debía saber! Pero, ahora, lo comprende todo. Ve a los dos cuervos, mensajeros del Padre de las Batallas, dando vueltas al rededor de sus cabezas y les manda de regreso al Walhall para anunciar que todo se ha cumplido: por fin el dios podrá descansar.
Ordena a los vasallos llevar a la pira el cuerpo de Siegfried, pero antes le quita el anillo del dedo y lo pone en el suyo. Se lo deja en herencia a las hijas del Rin: que ellas vengan a rescatarlo de entre las cenizas, después de que el fuego lo haya purificado, anulando la maldición que cayó sobre todos los que lo poseyeron.
Ya con un antorcha en la mano, vuelve a mandar a los cuervos de Wotan a que le digan lo que está ocurriendo; después, que vuelen hasta la roca donde permaneció dormida y ordenen a Loge, que aún sigue allí, que vaya al Walhall y abrase la morada de los dioses, ya que su fin ha llegado. Lanza su antorcha sobre la pira, los cuervos se echan a volar y desaparecen. Dos hombres traen a Grane y, después de quitarle las bridas, salta con él al fuego que consume a Siegfried.
Las llamas empiezan a crecer. Las gentes del pueblo se dispersan, despavoridas. Cuando todo ha sido invadido por el fuego, las aguas del Rin empiezan a crecer, hasta invadir el lugar del incendio. Entre las olas y hasta los restos de la pira, llegan las Hijas del Rin. Hagen se precipita como un loco a las aguas en busca del anillo, pero las ondinas le sujetan y le arrastran al fondo del río. Poco después, una de ellas sostiene, triunfal, la joya. Las ninfas empiezan a jugar con ella, mientras el Rin se retira, ya más calmado, hacia su cauce. Desde las ruinas de la sala de los Guibichungos, los hombres contemplan un rojizo resplandor que sube hasta el cielo.